jueves, 28 de junio de 2007

Inhala - Exhala

Matan a 19 diputados en Colombia
de un solo tiro
al tiro.
George W.
toma aire y exhala
que el buen señor
se lleve a Fidel.
Fidel, desde su buzo adidas
inhala:
la revolución será un carajo
cuando la luz se me apague.

Camila alcanzó su meta:
vendió dos espacios del Parque Cementerio
y su comisión será pagada.

La cajetilla de cigarros
me indica que en X inhalaciones más
exhalaré mi último aullido.
Las noticias seguirán corriendo.

viernes, 22 de junio de 2007

Artefacto autoimpulsable

Este es un aparato
que habla por sí mismo.
Sus ruedas de palabras
giran a tu alrededor
sobre su propio eje
se impulsan
para rodar+sobre tu cabeza olvidada.

Aprecia sus mecanismos
de ignición y combustión
Da 14 recuerdos por litro
y esta exento
en tu memoria concesionada.

Me desplazo
por la cáscara de tu capital deshojada
Ahora soy uno de sus hijos
con pecado de éxodo provincial.
Pero tu ciudad a pesar, me quiere.
me recibe con los brazos abiertos
cuando la camino y le hablo a sus venas,
a sus muros testigos
que me susurran en secreto.
Míralos
compadécelos con tu rubia cabeza
y repásales el recuerdo
en sus portones de madera respingada
en sus cornizas que aún no caen de lo viejo.

Mira tu ciudad
que tampoco fue tuya un día.
Nos habla entre el hormigón y el pavimento.


Este es un mecanismo desechable
de palabras livianas.
Un artefacto autoimpulsable.
Recalentar a fuego lento.
Abrir las ventanas.

miércoles, 20 de junio de 2007

El Caracol

El Caracol se enrolla hacia dentro.
Con ánimo freudiano, oculta su cara.
Se sumerge entre la masa obrera binaria
de un call center metropolitano.
“Buenas tardes, habla con el Caracol…
en qué soy bueno para servirle?”
Y sus antenas se jibarizan
y su baba corre invisible por el edificio
que hace años disecó a otra clase obrera.

Pero el caracol no teme
porque no tiene sentido
Cuando todos vamos al mismo lado
a desfallecer.
El caracol no teme a los clichés
Ni a los higos desordenados
que en Providencia con los Leones
desafían la ordenanza municipal
de mantener el otoño bien atado.

¿En qué puedo ayudarle?
¿Para qué dicen que soy bueno?
Dígame ahora, antes de la colación.
¿La configuración de su corazón está dañada?
Los controladores le serán enviados.
Y dentro de 72 horas hábiles
un técnico le contactará.
Gracias por llamar al call center
de los caracoles desaliñados.

Los caracoles se miran entre sí
Los caracoles se van arrastrando
Hasta el punto preciso de la muerte
Del día laboral, del descanso premiado.

Los caracoles olvidan los tres colores básicos
de la flor que han masticado.
La flor no resiente, se subsume.
El caracol recuerda lo rumiado.
La flor un día fue musa
Hoy no tiene ni llanto.
La víbora sigue en el mundo
De los reptiles desencantados.
Y los tres terminan su jornada laboral
La flor pétalo a pétalo
El reptil su vientre gastando
El caracol dice buenas noches
Fue un gusto haberla baboseado.

(sept. 2006)

In God's Country

En los días en que tenía tiempo propio, mi gusto era subirme a una bicicleta con soundtrack incluido. Podía estar horas vagabundeando por las seguras calles de la ciudad de las tortas si me aseguraba un buen soundtrack en el destartalado y pesado walkman coreano.

La mejor parte era cruzar las poblaciones del “sector poniente” –eufemismo que se usa en Curicó para referirse al popular sector Aguas Negras- escuchando “In God’s Country” de U2 a toda la potencia que mis pilas no alcalinas pudieran dar. La Ciudad de Dios, con su imponente Avenida Balmaceda, llena de colectivos enloquecidos con numeraciones y diseños arbitrarios. La Ciudad de Dios con sus mujeres regordetas a punta de chicharrones de cerdo y embelecos expedidos en los negocios que ilustran cada bendito pasaje de barrio… La Ciudad de Dios, con sus habitantes llenando las calles, con sus chicos con mocos colgando persiguiendo volantines que se van cortados, y jóvenes en las esquinas pateando las piedras a la espera del evento necesario que les prometería cambiar su eterna vida de temporeros.

Un soundtrack para la película que me armaba sobre una bicicleta, pedaleando el carrete del film que ilustraba mi vida marginal. La Ciudad de Dios a este lado de la línea de ferrocarril con Bono directamente conectado al oído. Sólo un barrio como este podía producir adolescentes cicleta-gráficos como nosotros.

Por las noches era aún mejor. En muchas esquinas, en los márgenes de los breves jardines de la Prosperidad, dueñas de casas vendiendo papas fritas sobre fogatas portentosas que ilustraban de luz los delgados pasajes de barrio y por pocas monedas saciaban nuestra ansiedad nocturna. Cucuruchos de papel portadores de placer salado que hacían digno el paseo callejero. Y mientras nos chupábamos el aceite de los dedos, bajaban de las micros las huestes de la temporada de la guinda, de la cereza, de las manzanas y las peras, los endurecidos cosechadores del tomate, todos con sus bolsas de plásticos con recipientes de más plástico, vaciados de sus colaciones con las que celebraban al mediodía la dignidad de tener trabajo. Y las ventanas abiertas, y las teles encendidas ignoradas, porque todos asomaban sus caras a la calle, y las muchachas untaban sus labios con brillos de Avon para que al paso deseáramos besar, morder, succionar el sabor de sus labios; y los jóvenes lucíamos poleras veraniegas recién lavadas, estrujadas y secadas en el sol del verano. El calor asfixiante se había ido con su padre sol y la noche temperada nos permitía volver a lo nuestro: la calle.

Los colectivos cruzaban raudos llevando y trayendo gentes con sus paquetes y bolsas de frutas y verduras que nos venían a contar con sus aromas la abundancia de las nocturnas ferias libres, verdaderas fiestas en que el campo y sus hijos pródigos de las poblaciones se volvían a encontrar. Y abríamos las bolsas plásticas llenas de guindas, y jugábamos escupiendo sus cuescos enrojecidos en los sitios eriazos, en la polvorienta cancha de fútbol frente a tu casa, para que se encontraran en algún momento con las suelas de las zapatillas de nuestros amigos que nos venían a buscar para cachar qué onda esta noche…

Cada noche de verano era un promesa, en rotativo. Los dueños de los negocios se instalaban con una silla en las entradas de sus Puestos Varios a vitrinear a sus consumidores, y las señoras que hacían respetar su título de dueñas de casa combatían el polvo aprisionándolo con gotas de agua, del rocío de sus mangueras flexibles que cruzaban las veredas. Los niños corrían en sus bicicletas a toda energía, inacabables competencias de velocidades imaginarias, de destrezas sobre el pavimento olímpico. Y todo éramos felices, por derecho propio o por arrendamiento.

Las ventanas abiertas expelían música, y las sandías refrescantes en los manteles de plástico impregnaban el barrio de su aroma empepado, y su jugo pegajoso parecía que se instalaba para siempre en las bolsas plásticas de basura, donde las cáscaras esperaban, frágiles, vulnerables la compresión final del camión recolector o ser arrojadas al polvo y pavimento por el perro del vecino.

Y yo quería besar tus labios gruesos. Y tú querías que Brad Pitt viniera a buscarte. Y de fondo la FM local se galanteaba con su buen gusto de clásicos anglos para el adulto joven y nosotros aprendíamos desde nuestras casas de subsidio quién era Jim Morrison y cómo sonaba la guitarra-voz de George Benson. Y nuestras minúsculas radios las potenciábamos cerca de las ventanas, y mi hermano gozaba apagando las luces para hipnotizarnos con la led roja de la panasonic XT-1800, como si fueran los ojos de los clásicos del rock que nos miraban desde el mismo sueño a que nos llevaban.

Los cigarros sueltos se repartían entre nuestras manos, y sus brazas entre nuestros labios. Eran soles en esas galaxias nocturnas. Y yo te amaba porque no querías amarme, y tú amabas la idea del amor sin amarme, mientras la voz de la FM citaba citas citables. Tú las anotabas como un recetario de felicidad con tu redondeada letra de alumna aplicada de colegio comercial.

Las noches eran breves y nuestros impulsos sudorosos en la República Independiente de las Aguas Negras.

A la una de la madrugada las calles quedaban casi vacías, para que las luces de los minúsculos living-comedores se mantuvieran encendidas con las ventanas abiertas, y los visillos volando… se bebía té y se comían abundantes ensaladas de tomate que devorábamos con el crujiente pan francés de la panadería El Angel. El juego de naranja en polvo saciaba nuestra sed acumulada, bajo el auspicio de nuestras orgullosas jarras de plástico que en esa temporada se sabían el más demandado utensilio de la cocina.

Y entonces podíamos dormir con la ventan abierta, y si la luna estaba llena iluminaba nuestros rostros y encendía de sombras los patios de nuestras casas y su tierra clara. Y soñábamos con nuestros amores de turno, con nuestras pasiones violentas, mientras por la ventana se colaba el olor a pito que los chicos fumaban en el paradero de micro. Y volábamos todos; en sueños o en canabis, aclarábamos nuestras preguntas, nos formulábamos cuestiones importantes y nos dábamos permiso para soñar a pesar del día que en pocas horas más se nos venía a caer encima, en la bendita Ciudad de Dios.

Work Class' Hero

Este caracol no tiene sentido
si se recuerda como caracol.
Ni sus antenas
ni sus rumiadas
ni sus babas corriendo por las calles
rastreras
tienen sentido.
Es el dolor ,
es el sentido,
es la ausencia
lo que da la forma a lo deseado
como el jarro da sentido
al vacío que contiene.

Caracol no!
Cambio de ciudad
alterno de barrio
donde ver la diferencia
la ausencia
la distancia
la segregación bendita
que provoca inspiración.
Entonces construyamos
un ejército
de héroes
de la clase obrera.
Caracoles marchantes
parlantes
sublevando
agitando corderos
previo degollamiento
a levantarse
a negarse de su caracolada
a disparar las antenas derecho al sol.
Héroes
necesarios
de la clase obrera
que viste bonito
Caracoles incitadores
a dejar de ser caracoles.
Antes que eso
caracolas de mar
antes que eso
caraco-quesos.
Pero nunca caracolesos
nunca vende sesos.
La sublevación es la consigna
el levantamiento de huesos
el panfleto.
Nadie afuera
todos dentro.
Revoluciones de neuronas
de conciencias
lecturas y poetas
vendiendo calugones
en las micros
en los turnos nocturnos
una real algarabía.
Luces rojas que asomen por las piezas
de los abandonados a sus calles
a sus talles y sus formas.
Mueran los caracoles!!
Vivan los héroes
los gratuitos
los del gozoso momento
de destruir todos los vidrios
todos los cristales de tus virtuales
espejos negros
donde no me reflejo.
A eso me rebelo
a ti y tus volátiles humoradas
de niña buena acomodada
de narcicista del consumo
de floripondio sin volada.

Héroe de la clase obrera
sacrificarme por la masa
que vale mucho más que tu nada
que tus espejos negros
en los caracoles sempiternos
nunca reflejarán nada.

Héroe de la clase obrera
para darme entero
sin asco
sin chistar
para que un día
las filas de caracoles
puedan ponerse a asolear.

Buenos días

Cuando tenía ocho años me trajeron a Santiago al dentista. Lo que más me asustó de sus mañanas es que nadie decía nada. Nadie se miaraba a los ojos, nadie saludaba a nadie ni reconocía nada.
Además del pavoroso estreno de mis muelas ante el galeno bucal, era mi segunda venida a la capital, de la cual ya tenía conciencia que habitaban cuatro millones de personas en aquella época. En San Antonio mi madre se encontró con un tío que no veía hacía un par de décadas. Eramos la nota altisonante en la calle con abrazos, besos, buenos días tío, holas chiquillos de calamandra. Para mí era como haberse sacado la lotería: encontrar a alguien de entre cuatro millones de personas en las calles de la urbe infinita era equivalente a sacarse la Lotería. Estuve años celebrando el golpe de suerte.
Hoy, que ya empiezo a sentir la titularidad de la residencia en esta maraña de hormigón y esmog, termino de entender que la hazaña no era tal.
Vivir en esta ciudad no es vivir en una urbe grande. Es sólo pertenecer a un pequeño circuito trabajo-casa, casa-trabajo.
Llevo dos meses en Santiago y no he vuelto a pasar por el centro para deslumbrarse por sus luminarias y altos edificios más que un par de veces. Todo mi tiempo en la vía pública se ha reducido a ir y venir entre la habitación que mi lacónico amigo me ha ofrecido como salvavidas y mi estrujante trabajo de obrero digital. El resto del tiempo se me va entre dormir y producir.
No alcanza ni para sobrevivencia. Es sólo una hipnosis, una paso a lo tonton macoute entre las arterias que alimentan el aumento del PIB local.
Aquí nadie se saluda, salvo íntimos compañeros de trabajo, íntimos laborales, cómplices de las mismas jornadas. Nadie quiere reconocer a nadie ni nada
Ya he empezado a identificar los mismos rostros rutinarios: un puñado de identidades tan mecánicas como las mías que día a día están en el mismo lugar para repetir jornada a jornada la misma cantinela. Las mismas caras de obreros con su pelo húmedo, los mismos labios carnosos de jovencitas apetecibles, las mismas rígidas expresiones de los choferes de micros de la misma amarillenta y moribunda línea de buses pre transantiago. Ellos saben que soy el mismo que todas las jornadas se sube al trasnporte en las misma esquina de La Reina, y que todos pasamos las mismas mañanas frente a la mismísima casa de Julito Videla. Todos somos los mismos, a las misma cronológica coincidencia de los días hábiles.
Pero nadie osa reconocer que somos los mismos. Nadie levanta la ceja ni estira la boca para decirnos "hola.. cómo amanecimos hoy día", o "que cabrona la mañana de fría". Nada. Todos nos reducimos a nada todas las jornadas, como si los días no sumaran, ni las horas contaran. Y eso me encabrona.

Hoy opté por conspirar. Detuve el bus con mi subversión a cuestas y al pagar agregué a la mano extendida: "Buenos días", con un subtono, con un subgesto que cualquier hijo de chileno podía decodificar a sus anchas como un "hola de nuevo...NOs vemos todos los días, y aquí estamos otra vez".
La reacción no se hizo esperar del casi calvo chofer cincuentero... levantó la vista de las monedas, olvidó por medio segundo la preferencia de tránsito que la esquina le brindaba y con placer me devolvió la bonanza: "buenos días... también...". Sonreí, agarré mis monedas y avancé por el pasillo lento, sintiéndome a mis anchas. Antes de sentarme pensé en Potrero Grande, en Rauco, en las frías calles curicanas, en las docenas de hombres con chupallas con a esa hora, esta misma mañana hacían de la revolución, mi revolución de los saludos, parte de la rutina provinciana.
Mañana me encargo de esa muchacha del kiosco. A lo mejor ella me saluda con la mirada.

Buscando pega

Las calles de Santiago
cuando la noche es larga
y los pasos frágiles
tienen un manto
que huele a petróleo diesel
a papas fritas pasadas.
Las calles de Santiago son brazos
alargados y pestilentes
micros amarillas y atiborradas
Nada más lejos del swing
de las trompetas afiladas
de Winston Marsalis
de Chabuca Granda
nada más nada.
Y entonces me subo a una micro
y mentalmente me hundo en la nada
apoyando mi nariz en los vidrios
en las vitrinas
de Lo Hermida
de Peñalolén
de Macul
y sus filas de casas
con índices CAS
en medio de la nada.
Y el olor a diesel me quema la cara
mientras otros queman neumáticos
mientras otras queman marihuana.
Y los huelo a todos
y nada me deja nada.
Y ella, la más bella
la mirada perdida en su ventana
y yo olfateando
estas venas asfaltadas
de una ciudad que me suena a pena
de un calabozo hecho de jornadas.
Nadie entiende aquí
que los cerros y sus piedras
nos ignoran veleidosos
que se ríen de los contratos de trabajo
de los arriendos y las tasas
de las tarjetas de crédito
dicen
no quedará nada
Y entonces?
qué hacemos tú y yo
sobre esta micro funeraria
qué hacemos en esta mercancía comprimida
olvidándonos de esas piedras
de las quebradas y sus aguas
de las hojas de los sauces
de las tetas lecheras
de madres y vacas?
Què hacemos aquí
construyéndonos la nada?

Ven
saltemos.
Nada nos debe nada
y a nadie pertenecemos.
Ven, saltemos de la micro
que a nadie lleva a nada
y conspiremos con peñazcos
palos y garras
Dejemos que las uñas crezcan
que los sobacos huelan a sus ganas
y el pubis que lata tranquilo
y que los dientes se nos caigan
Dejemos que el tiempo haga su trabajo
no alarguemos la jornada
en que ellos
los Invisibles
los mataderos funcionales
esos entes jurídicos marchitos
nos estrujen cada mañana.
Conozco el lugar de los límites
donde caer
y que la vida nos muestre la mata.
Ven
antes que nos numeren la muerte
antes que nos regalemos a la nada
Amor.
(Marzo, 2006)

Batuco, 18 de dic. 2006.

La diferencia de vivir en el campo -aunque sea a breves 30 minutos de Stgo.-, es que después de dormir como un tronco, despiertas alas 07:47 sin alarmas ni ruidos de motores diesel. Sólo abres los ojos sin cansancio, y los pájaros te avisan que el sol está de vuelta desplegando paulatinamente la alfombra de luz sobre la cáscara de tierra.
Se duerme bien aquí.
No hay nada que haga distinto los días de la semana: ni motores, ni escolares, ni diarios que te golpeen la puerta. La nomenclatura de los días hábiles o festivos no alcanza a Batuco. Y eso lo disfruto.
Lo único que recuerda que te recuerda la ciudad es que estamos bajo la imaginaria carretera aérea que dirige al aeropuerto Pudahuel. Anoche, mientras estábamos en el rito de una fogata que incineraba papeles no deseados, veíamos pasar los aviones de tráfico internacional: imponentes, iluminados e iluminantes, con el sordo ronquido de sus turbinas, trayendo viajeros que a lo mejor se preguntaban what the fuck es ese fuego ahí abajo. Mientras, nosotros jugábamos a ser pirómanos por una noche.
Me gusta este lugar.
Sus olores, su silencio barnizado por pájaros y perros. Su maleza y el agua abundante que corre por sus casi superficiales napas. Me gusta el silencio que regalan las brisas de la tarde, y aún estoy dispuesto a soportar el desafío de su calor a las tres de la tarde. El Mario esta como un niño feliz. Esta es su primera casa propia, su primer mes sin arriendo, el orgullo de su trabajo. Lo entiendo. No hay ni un centímetro cuadrado en que no haya metido las manos, no hay cercha ni muro en que no haya participado.
Nos sentamos,comemos, y en medio de la charla trivial interrumpe para mostrarme la fiesta de los detalles de la cocina: un asiento del comedor de diario que se levanta para guardar quién sabe qué... las luces escondidas bajo los cajones, la revistera de la mesa de centro.
Mi amigo ya tiene una parcela, y como con juguete nuevo me ha invitado a jugar.

Casi 40

Yo te puedo hacer un poema de amor
y tocar las fibras precisas
para que vuelen tus neuronas
y la sinapsis que encode
las ideas-palabras que te regale
suelten endorfina suficiente
para que me quieras llamar.

Pero no te lo mereces:
sería venderme
y no regalarme
como es preci(o)so que lo haga.

Seducirte sería una trampa.
Me desnudo entonces.

Soy una larva con la pena latente.
Una deformación de mis proyectos infantiles
una proyección oscura
un hijo de la transición de lo público
a lo malditamente privado.
De eso son testigos los edificios grises
de las delegaciones provinciales
del Departamento de Pavimentación.

Sale y lee
mastica el mundo
me dijeron.
Dar es bueno
recibir, mezquino
entendía.
Y hoy tengo casi cuarenta años
de inviabilidad económica
y soy un allegado
en la minúscula república de Batuco
al que jueces, abogados y médicos
le celebran esa divertida forma
de dorarles la píldora
de enamorarlas
como un che guevara
sin una revolución para morir.

Es divertida la hueá.
Vaya saber uno
dónde terminaré escribiendo
cuando sean cincuenta.

Productivo

En esto puedo ser productivo:
Abrir una partida de ajedrez
y dejarla inconclusa.

En eso soy proactivo:
traicionar a mi empleador
(masa de intereses bursátiles
escondida tras una escritura pública)
hablando lento y pausado al cliente perdido
detrás de las marañas de la telefonía Ip.

Ves?

En esto soy viable:
me regalo y no me vendo

Cada domingo leo el Artes y Letras
con la excusa de buscar trabajo.
Cientos de ofertas que no calzan
ni en lo más mínimo
con mi instrucción vital:
impregnarme de todo un poco.

Soy un bastardo del sistema
y por eso le saco la madre a la sección negocios
aunque de lejos veo danzar los millones
y especulo con datos que me son ajenos.

Para lanzar flores a las puertas
para escarbar en tu núcleo
y salir arrancando,
para eso deberían crearme un trabajo.
Caminante de calles olvidadas,
rescatador de edificios amnesiados
que miran a los transeúntes
comer papas fritas y comprar ropa de segunda
al ritmo de un reggaeton.

Para eso soy bueno
para hablar de lo bueno que perdimos
para improvisar la sobrevivencia
y cada seis o siete meses
pasar un par de días de hambre
buscando monedas en el suelo.

Todos llevamos un Charly adentro
haciendo del llanto una melodía pegajosa
buscando reconocimiento
para hacernos humildes.
Buscando el triunfo
para regalarlo con descaro.
Para eso dicen que sirvo.

Y mientras tu te encaramas
en los precipicios de tu sur que te acoge
yo me vine al ombligo de la tontera chilena
a descubrirme que solo soy un obrero del siglo XXi
respondiendo las líneas digitales
preguntando en horario de oficina
en qué puedo ayudarle?
(Septiembre 2006)