miércoles, 20 de junio de 2007

Batuco, 18 de dic. 2006.

La diferencia de vivir en el campo -aunque sea a breves 30 minutos de Stgo.-, es que después de dormir como un tronco, despiertas alas 07:47 sin alarmas ni ruidos de motores diesel. Sólo abres los ojos sin cansancio, y los pájaros te avisan que el sol está de vuelta desplegando paulatinamente la alfombra de luz sobre la cáscara de tierra.
Se duerme bien aquí.
No hay nada que haga distinto los días de la semana: ni motores, ni escolares, ni diarios que te golpeen la puerta. La nomenclatura de los días hábiles o festivos no alcanza a Batuco. Y eso lo disfruto.
Lo único que recuerda que te recuerda la ciudad es que estamos bajo la imaginaria carretera aérea que dirige al aeropuerto Pudahuel. Anoche, mientras estábamos en el rito de una fogata que incineraba papeles no deseados, veíamos pasar los aviones de tráfico internacional: imponentes, iluminados e iluminantes, con el sordo ronquido de sus turbinas, trayendo viajeros que a lo mejor se preguntaban what the fuck es ese fuego ahí abajo. Mientras, nosotros jugábamos a ser pirómanos por una noche.
Me gusta este lugar.
Sus olores, su silencio barnizado por pájaros y perros. Su maleza y el agua abundante que corre por sus casi superficiales napas. Me gusta el silencio que regalan las brisas de la tarde, y aún estoy dispuesto a soportar el desafío de su calor a las tres de la tarde. El Mario esta como un niño feliz. Esta es su primera casa propia, su primer mes sin arriendo, el orgullo de su trabajo. Lo entiendo. No hay ni un centímetro cuadrado en que no haya metido las manos, no hay cercha ni muro en que no haya participado.
Nos sentamos,comemos, y en medio de la charla trivial interrumpe para mostrarme la fiesta de los detalles de la cocina: un asiento del comedor de diario que se levanta para guardar quién sabe qué... las luces escondidas bajo los cajones, la revistera de la mesa de centro.
Mi amigo ya tiene una parcela, y como con juguete nuevo me ha invitado a jugar.

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