En los días en que tenía tiempo propio, mi gusto era subirme a una bicicleta con soundtrack incluido. Podía estar horas vagabundeando por las seguras calles de la ciudad de las tortas si me aseguraba un buen soundtrack en el destartalado y pesado walkman coreano.
La mejor parte era cruzar las poblaciones del “sector poniente” –eufemismo que se usa en Curicó para referirse al popular sector Aguas Negras- escuchando “In God’s Country” de U2 a toda la potencia que mis pilas no alcalinas pudieran dar. La Ciudad de Dios, con su imponente Avenida Balmaceda, llena de colectivos enloquecidos con numeraciones y diseños arbitrarios. La Ciudad de Dios con sus mujeres regordetas a punta de chicharrones de cerdo y embelecos expedidos en los negocios que ilustran cada bendito pasaje de barrio… La Ciudad de Dios, con sus habitantes llenando las calles, con sus chicos con mocos colgando persiguiendo volantines que se van cortados, y jóvenes en las esquinas pateando las piedras a la espera del evento necesario que les prometería cambiar su eterna vida de temporeros.
Un soundtrack para la película que me armaba sobre una bicicleta, pedaleando el carrete del film que ilustraba mi vida marginal. La Ciudad de Dios a este lado de la línea de ferrocarril con Bono directamente conectado al oído. Sólo un barrio como este podía producir adolescentes cicleta-gráficos como nosotros.
Por las noches era aún mejor. En muchas esquinas, en los márgenes de los breves jardines de la Prosperidad, dueñas de casas vendiendo papas fritas sobre fogatas portentosas que ilustraban de luz los delgados pasajes de barrio y por pocas monedas saciaban nuestra ansiedad nocturna. Cucuruchos de papel portadores de placer salado que hacían digno el paseo callejero. Y mientras nos chupábamos el aceite de los dedos, bajaban de las micros las huestes de la temporada de la guinda, de la cereza, de las manzanas y las peras, los endurecidos cosechadores del tomate, todos con sus bolsas de plásticos con recipientes de más plástico, vaciados de sus colaciones con las que celebraban al mediodía la dignidad de tener trabajo. Y las ventanas abiertas, y las teles encendidas ignoradas, porque todos asomaban sus caras a la calle, y las muchachas untaban sus labios con brillos de Avon para que al paso deseáramos besar, morder, succionar el sabor de sus labios; y los jóvenes lucíamos poleras veraniegas recién lavadas, estrujadas y secadas en el sol del verano. El calor asfixiante se había ido con su padre sol y la noche temperada nos permitía volver a lo nuestro: la calle.
Los colectivos cruzaban raudos llevando y trayendo gentes con sus paquetes y bolsas de frutas y verduras que nos venían a contar con sus aromas la abundancia de las nocturnas ferias libres, verdaderas fiestas en que el campo y sus hijos pródigos de las poblaciones se volvían a encontrar. Y abríamos las bolsas plásticas llenas de guindas, y jugábamos escupiendo sus cuescos enrojecidos en los sitios eriazos, en la polvorienta cancha de fútbol frente a tu casa, para que se encontraran en algún momento con las suelas de las zapatillas de nuestros amigos que nos venían a buscar para cachar qué onda esta noche…
Cada noche de verano era un promesa, en rotativo. Los dueños de los negocios se instalaban con una silla en las entradas de sus Puestos Varios a vitrinear a sus consumidores, y las señoras que hacían respetar su título de dueñas de casa combatían el polvo aprisionándolo con gotas de agua, del rocío de sus mangueras flexibles que cruzaban las veredas. Los niños corrían en sus bicicletas a toda energía, inacabables competencias de velocidades imaginarias, de destrezas sobre el pavimento olímpico. Y todo éramos felices, por derecho propio o por arrendamiento.
Las ventanas abiertas expelían música, y las sandías refrescantes en los manteles de plástico impregnaban el barrio de su aroma empepado, y su jugo pegajoso parecía que se instalaba para siempre en las bolsas plásticas de basura, donde las cáscaras esperaban, frágiles, vulnerables la compresión final del camión recolector o ser arrojadas al polvo y pavimento por el perro del vecino.
Y yo quería besar tus labios gruesos. Y tú querías que Brad Pitt viniera a buscarte. Y de fondo la FM local se galanteaba con su buen gusto de clásicos anglos para el adulto joven y nosotros aprendíamos desde nuestras casas de subsidio quién era Jim Morrison y cómo sonaba la guitarra-voz de George Benson. Y nuestras minúsculas radios las potenciábamos cerca de las ventanas, y mi hermano gozaba apagando las luces para hipnotizarnos con la led roja de la panasonic XT-1800, como si fueran los ojos de los clásicos del rock que nos miraban desde el mismo sueño a que nos llevaban.
Los cigarros sueltos se repartían entre nuestras manos, y sus brazas entre nuestros labios. Eran soles en esas galaxias nocturnas. Y yo te amaba porque no querías amarme, y tú amabas la idea del amor sin amarme, mientras la voz de la FM citaba citas citables. Tú las anotabas como un recetario de felicidad con tu redondeada letra de alumna aplicada de colegio comercial.
Las noches eran breves y nuestros impulsos sudorosos en la República Independiente de las Aguas Negras.
A la una de la madrugada las calles quedaban casi vacías, para que las luces de los minúsculos living-comedores se mantuvieran encendidas con las ventanas abiertas, y los visillos volando… se bebía té y se comían abundantes ensaladas de tomate que devorábamos con el crujiente pan francés de la panadería El Angel. El juego de naranja en polvo saciaba nuestra sed acumulada, bajo el auspicio de nuestras orgullosas jarras de plástico que en esa temporada se sabían el más demandado utensilio de la cocina.
Y entonces podíamos dormir con la ventan abierta, y si la luna estaba llena iluminaba nuestros rostros y encendía de sombras los patios de nuestras casas y su tierra clara. Y soñábamos con nuestros amores de turno, con nuestras pasiones violentas, mientras por la ventana se colaba el olor a pito que los chicos fumaban en el paradero de micro. Y volábamos todos; en sueños o en canabis, aclarábamos nuestras preguntas, nos formulábamos cuestiones importantes y nos dábamos permiso para soñar a pesar del día que en pocas horas más se nos venía a caer encima, en la bendita Ciudad de Dios.
miércoles, 20 de junio de 2007
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario