miércoles, 20 de junio de 2007

Buenos días

Cuando tenía ocho años me trajeron a Santiago al dentista. Lo que más me asustó de sus mañanas es que nadie decía nada. Nadie se miaraba a los ojos, nadie saludaba a nadie ni reconocía nada.
Además del pavoroso estreno de mis muelas ante el galeno bucal, era mi segunda venida a la capital, de la cual ya tenía conciencia que habitaban cuatro millones de personas en aquella época. En San Antonio mi madre se encontró con un tío que no veía hacía un par de décadas. Eramos la nota altisonante en la calle con abrazos, besos, buenos días tío, holas chiquillos de calamandra. Para mí era como haberse sacado la lotería: encontrar a alguien de entre cuatro millones de personas en las calles de la urbe infinita era equivalente a sacarse la Lotería. Estuve años celebrando el golpe de suerte.
Hoy, que ya empiezo a sentir la titularidad de la residencia en esta maraña de hormigón y esmog, termino de entender que la hazaña no era tal.
Vivir en esta ciudad no es vivir en una urbe grande. Es sólo pertenecer a un pequeño circuito trabajo-casa, casa-trabajo.
Llevo dos meses en Santiago y no he vuelto a pasar por el centro para deslumbrarse por sus luminarias y altos edificios más que un par de veces. Todo mi tiempo en la vía pública se ha reducido a ir y venir entre la habitación que mi lacónico amigo me ha ofrecido como salvavidas y mi estrujante trabajo de obrero digital. El resto del tiempo se me va entre dormir y producir.
No alcanza ni para sobrevivencia. Es sólo una hipnosis, una paso a lo tonton macoute entre las arterias que alimentan el aumento del PIB local.
Aquí nadie se saluda, salvo íntimos compañeros de trabajo, íntimos laborales, cómplices de las mismas jornadas. Nadie quiere reconocer a nadie ni nada
Ya he empezado a identificar los mismos rostros rutinarios: un puñado de identidades tan mecánicas como las mías que día a día están en el mismo lugar para repetir jornada a jornada la misma cantinela. Las mismas caras de obreros con su pelo húmedo, los mismos labios carnosos de jovencitas apetecibles, las mismas rígidas expresiones de los choferes de micros de la misma amarillenta y moribunda línea de buses pre transantiago. Ellos saben que soy el mismo que todas las jornadas se sube al trasnporte en las misma esquina de La Reina, y que todos pasamos las mismas mañanas frente a la mismísima casa de Julito Videla. Todos somos los mismos, a las misma cronológica coincidencia de los días hábiles.
Pero nadie osa reconocer que somos los mismos. Nadie levanta la ceja ni estira la boca para decirnos "hola.. cómo amanecimos hoy día", o "que cabrona la mañana de fría". Nada. Todos nos reducimos a nada todas las jornadas, como si los días no sumaran, ni las horas contaran. Y eso me encabrona.

Hoy opté por conspirar. Detuve el bus con mi subversión a cuestas y al pagar agregué a la mano extendida: "Buenos días", con un subtono, con un subgesto que cualquier hijo de chileno podía decodificar a sus anchas como un "hola de nuevo...NOs vemos todos los días, y aquí estamos otra vez".
La reacción no se hizo esperar del casi calvo chofer cincuentero... levantó la vista de las monedas, olvidó por medio segundo la preferencia de tránsito que la esquina le brindaba y con placer me devolvió la bonanza: "buenos días... también...". Sonreí, agarré mis monedas y avancé por el pasillo lento, sintiéndome a mis anchas. Antes de sentarme pensé en Potrero Grande, en Rauco, en las frías calles curicanas, en las docenas de hombres con chupallas con a esa hora, esta misma mañana hacían de la revolución, mi revolución de los saludos, parte de la rutina provinciana.
Mañana me encargo de esa muchacha del kiosco. A lo mejor ella me saluda con la mirada.

No hay comentarios.: