
Me eché una cucharada de azucar a la boca. La dejé reposar en mi saliva... se deshacía lentamente, liberando calorías que hostigarían mi garganta. Acababa de entrar en silencio para no despertarla, para no complicarle más la angustia.
Sólo quedaba gas, azúcar y arroz. Y faltaban dos días para el pago que nunca llegaba.
Me eché otra cucharada tratando de olvidar las ganas de morder pan. Bebí agua del estanque del baño. En silencio me saqué los zapatos. Me tiré en la cama.
Al menos había almorzado: era medio pupilo del internado del Liceo, calidad que te habilita para salir almorzado del establecimiento. No acepté comer en casa de María Paz: medio por desafiar el hambre, medio para que no me vieran comer ansioso. Luego había cruzado la ciudad caminando a medianoche y ahí estaba, en la esquina de Hualañé con Licantén, con la luz y el agua cortadas por falta de pago y una sensación en la garganta que precede el llanto. Pero no iba a llorar por eso.
Nadie merece llorar por eso. Estaba sano, mi vieja viva. Era sólo un trance, una cuestión de plazos para salir del embrollo; era culpa del gobierno militar, de su maldito y rosado gobernador curicano; era culpa de la torta mal repartida, del Banco de Chile, de su oficina de cobranzas, de los milicos, del sistema, de que habían subido el dólar, de que lo habían antes congelado. Shock, estado de schok, saneamiento fiscal, disminución del gasto fiscal. Era culpa del guatón de la camioneta nueva y su pelo colorín, y sus zapatos brillantes, de su corte de pelo perfecto. Y no iba a llorar por eso.
La garganta apretó de nuevo.
Daba rabia. Había té en bolsitas y azúcar, pero no podíamos preparar una miserable taza: debíamos cuidar el agua del estanque.
La rabia me daba fuerzas. La rabia tenía canto de victoria, de ofensa, de ganas de mandarlos a todos a la cresta. De envidia al barrio alto, al barrio medio, incluso de envidia a mis vecinos que sí llegaban a fin de mes. Envidia. Rabia. Ganas. Fuerza.
Me levanté rápido y fui a la pieza de los cachureos a buscar la llave inglesa. A ciegas la encontré. La medianoche era cómplice en el vecindario. Salí al jardín. Fuerza. Rabia acumulada y fuerza. Un giro final.
Mi vieja despertó y se asomó por la ventana de su dormitorio. Sus ojos hinchados me miraron incrédulos, casi sin querer ni preguntar que hacía.
- Ya vieja. Tenemos agua. Rompí el sello de plástico. Vaya probar si sale agua...
Levantó las cejas y desapareció tras sus visillos delicados.
Al entrar a la casa -con los pies embarrados- sentí un alivio al escuchar la carga del estanque del baño. La tetera hirvió. Preparamos arroz graneado y té. Nos reimos a las dos de la mañana de lo sencillo que fué. Dormimos aliviados.
Dos días después llegó el bendito fin de mes.
Sólo quedaba gas, azúcar y arroz. Y faltaban dos días para el pago que nunca llegaba.
Me eché otra cucharada tratando de olvidar las ganas de morder pan. Bebí agua del estanque del baño. En silencio me saqué los zapatos. Me tiré en la cama.
Al menos había almorzado: era medio pupilo del internado del Liceo, calidad que te habilita para salir almorzado del establecimiento. No acepté comer en casa de María Paz: medio por desafiar el hambre, medio para que no me vieran comer ansioso. Luego había cruzado la ciudad caminando a medianoche y ahí estaba, en la esquina de Hualañé con Licantén, con la luz y el agua cortadas por falta de pago y una sensación en la garganta que precede el llanto. Pero no iba a llorar por eso.
Nadie merece llorar por eso. Estaba sano, mi vieja viva. Era sólo un trance, una cuestión de plazos para salir del embrollo; era culpa del gobierno militar, de su maldito y rosado gobernador curicano; era culpa de la torta mal repartida, del Banco de Chile, de su oficina de cobranzas, de los milicos, del sistema, de que habían subido el dólar, de que lo habían antes congelado. Shock, estado de schok, saneamiento fiscal, disminución del gasto fiscal. Era culpa del guatón de la camioneta nueva y su pelo colorín, y sus zapatos brillantes, de su corte de pelo perfecto. Y no iba a llorar por eso.
La garganta apretó de nuevo.
Daba rabia. Había té en bolsitas y azúcar, pero no podíamos preparar una miserable taza: debíamos cuidar el agua del estanque.
La rabia me daba fuerzas. La rabia tenía canto de victoria, de ofensa, de ganas de mandarlos a todos a la cresta. De envidia al barrio alto, al barrio medio, incluso de envidia a mis vecinos que sí llegaban a fin de mes. Envidia. Rabia. Ganas. Fuerza.
Me levanté rápido y fui a la pieza de los cachureos a buscar la llave inglesa. A ciegas la encontré. La medianoche era cómplice en el vecindario. Salí al jardín. Fuerza. Rabia acumulada y fuerza. Un giro final.
Mi vieja despertó y se asomó por la ventana de su dormitorio. Sus ojos hinchados me miraron incrédulos, casi sin querer ni preguntar que hacía.
- Ya vieja. Tenemos agua. Rompí el sello de plástico. Vaya probar si sale agua...
Levantó las cejas y desapareció tras sus visillos delicados.
Al entrar a la casa -con los pies embarrados- sentí un alivio al escuchar la carga del estanque del baño. La tetera hirvió. Preparamos arroz graneado y té. Nos reimos a las dos de la mañana de lo sencillo que fué. Dormimos aliviados.
Dos días después llegó el bendito fin de mes.